Gwenda Reed permanecía de pie, al borde del muelle, temblando de frío. Los muelles, los cobertizos de la aduana y todo lo que alcanzaba a ver de Inglaterra se balanceaban suavemente.
Fue en este momento cuando tomó la decisión, una decisión que tendría consecuencias extraordinarias: no iría a Londres en tren como había pla-neado.
Después de todo, ¿por qué tenía que hacerlo? Nadie la estaría esperando, Acababa de bajar de un barco al que las olas habían zarandeado a placer (había soportado tres días de mar gruesa mientras cruzaban la bahía hasta Plymouth) y lo último que deseaba ahora era subirse a un tren que seguramente se balancearía tanto como el barco. Iría a un hotel, a un edificio sólido y firme, con los cimientos bien hondos en la tierra, y se metería en una cómoda y sólida cama que no se balanceara ni crujiera. Dormiría a placer y, a la mañana siguiente…
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