Creo que existe una anécdota muy popular referente a un joven escritor, quien, decidido a que el comienzo de su relato tuviera la originalidad y la garra necesarias para atrapar y mantener la atención del más duro de los editores, acuñó la siguiente frase: «¡Puñetas!, dijo la duquesa».
Por extraño que parezca, mi relato comienza más o menos en la misma línea. Sólo que la dama que pronunció dicha palabreja no era una duquesa.
Era un día a principios de junio. Había atendido algunos asuntos en París y regresaba a Londres, donde aún compartía habitaciones con mi viejo amigo Hércules Poirot, exdetective de la policía belga, en el primer tren de la mañana.
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