Cuatro gruñidos, una voz que preguntaba con tono de indignación por qué nadie podía dejar en paz su sombrero, un portazo y mister Packington salió para coger el tren de las ocho y cuarenta y cinco con destino a la ciudad. Mrs. Packington se sentó a la mesa del desayuno. Su rostro estaba encendido y sus labios apretados, y la única razón de que no llorase era que, en el último momento, la ira había ocupado el lugar del dolor.
—No lo soportaré —dijo Mrs. Packington—. ¡No lo soportaré! —Y permaneció por algunos momentos con gesto pensativo, para murmurar después—: ¡Mala pécora! ¡Gata hipócrita! ¡Cómo puede ser George tan loco!
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